Una mañana cualquiera
de diciembre, mes del frío,
jornada dura espera
con helada mañanera
y manto de rocío.
Mientras los hombres, los aperos,
preparan con presteza,
luengos vestidos y ligeros
a la mujeres, severos,
oscurecen su belleza.
Ya se ponen en camino,
tararean una canción,
pues largo está el destino
e importa un comino
la jornada, ¡equivocación!
Ya llegamos, ¡menos mal!
pues el sol no ha salido
y hace un frío tal,
que hasta los huesos, infernal,
sin compasión se ha metido.
Tendemos en el suelo
las lonas de rigor
y golpeamos sin recelo
las olivas que en su vuelo,
surcan rápidas el cielo
y se destripan en el suelo
con gestos de dolor.
El sol aparece, ¡bendita hora!
y mientras los ánimos levanta,
el rocío que el campo atesora,
desaparece, gime y llora
y, viendo el nuevo día, canta.
Y aquella dulce canción
que se oyó con timidez
la cuadrilla en orfeón
la canta al alimón
una y otra vez.
De la comida la hora llegó.
Los estómagos vacíos están.
La señal de comer se dio
y nadie un momento dudó
y todo el mundo comió
longaniza, queso y pan.
Con el ánimo redoblado
y con el estómago repleto,
ni un momento hemos dudado,
y mucho hemos trabajado
la cuadrilla al completo.
Ya la faena terminamos,
ya los aperos recogemos,
todos los sacos llenamos,
con rapidez el carro cargamos
y a nuestras casas volvemos.
Recolección de la aceituna
Luis Jiménez (diciembre de 1.971)
Colección de Marcos Campos.